sábado, diciembre 30, 2006

¿Tiene todavía sentido un Salvador para el hombre del tercer milenio?

«¿Es aún necesario un "Salvador" para el hombre que ha alcanzado la Luna y Marte, y se dispone a conquistar el universo; para el hombre que investiga sin límites los secretos de la naturaleza y logra descifrar hasta los fascinantes códigos del genoma humano? ¿Necesita un Salvador el hombre que ha inventado la comunicación interactiva, que navega en el océano virtual de Internet y que, gracias a las más modernas y avanzadas tecnologías mediáticas, ha convertido la Tierra, esta gran casa común, en una pequeña aldea global?», preguntó el pasado día 25 Benedicto XVI.

«Este hombre del siglo veintiuno, artífice autosuficiente y seguro de la propia suerte, se presenta como productor entusiasta de éxitos indiscutibles», aseguró. Ahora bien, añadió, «lo parece, pero no es así. Se muere todavía de hambre y de sed, de enfermedad y de pobreza en este tiempo de abundancia y de consumismo desenfrenado». «Todavía hay quienes están esclavizados, explotados y ofendidos en su dignidad, quienes son víctimas del odio racial y religioso, y se ven impedidos de profesar libremente su fe por intolerancias y discriminaciones, por ingerencias políticas y coacciones físicas o morales».

«Hay quienes ven su cuerpo y el de los propios seres queridos, especialmente niños, destrozado por el uso de las armas, por el terrorismo y por cualquier tipo de violencia en una época en que se invoca y proclama por doquier el progreso, la solidaridad y la paz para todos». «¿Qué se puede decir de quienes, sin esperanza, se ven obligados a dejar su casa y su patria para buscar en otros lugares condiciones de vida dignas del hombre?»

«¿Qué se puede hacer para ayudar a los que, engañados por fáciles profetas de felicidad, a los que son frágiles en sus relaciones e incapaces de asumir responsabilidades estables ante su presente y ante su futuro, se encaminan por el túnel de la soledad y acaban frecuentemente esclavizados por el alcohol o la droga?» «¿Qué se puede pensar de quien elige la muerte creyendo que ensalza la vida?» «¿Cómo no darse cuenta de que, precisamente desde el fondo de esta humanidad placentera y desesperada, surge una desgarradora petición de ayuda?» El obispo de Roma respondió: «es Navidad». «Hoy, también hoy, nuestro Salvador ha nacido en el mundo, porque sabe que lo necesitamos».

«A pesar de tantas formas de progreso, el ser humano es el mismo de siempre: una libertad tensa entre bien y mal, entre vida y muerte. Es precisamente en su intimidad, en lo que la Biblia llama el "corazón", donde siempre necesita ser salvado». «Y en la época actual postmoderna necesita quizás aún más un Salvador, porque la sociedad en la que vive se ha vuelto más compleja y se han hecho más insidiosas las amenazas para su integridad personal y moral». «¿Quién puede defenderlo sino Aquél que lo ama hasta sacrificar en la cruz a su Hijo unigénito como Salvador del mundo?»

«Cristo es también el Salvador del hombre de hoy --subrayó--. ¿Quién hará resonar en cada rincón de la Tierra de manera creíble este mensaje de esperanza?» «¿Quién se ocupará de que, como condición para la paz, se reconozca, tutele y promueva el bien integral de la persona humana, respetando a todo hombre y toda mujer en su dignidad?» «¿Quién ayudará a comprender que con buena voluntad, racionabilidad y moderación, no sólo se puede evitar que los conflictos se agraven, sino llevarlos también hacia soluciones equitativas?»«Dios se ha hecho hombre en Jesucristo», concluyó. «Él es quien lleva a todos el amor del Padre celestial. ¡Él es el Salvador del mundo! No temáis, abridle el corazón, acogedlo, para que su Reino de amor y de paz se convierta en herencia común de todos».



# 39 GSV - El sentido de la vida - Categoría: General

sábado, diciembre 23, 2006

La verdad os hará libres (I)

Por Federico Suárez

Creo que si os animáis a leer en alguna ocasión el capítulo octavo del Evangelio de San Juan podéis pasar un rato verda­deramente delicioso, al menos desde el punto de vista intelectual. No me refiero, claro está, a una simple lectura descuida­da y rápida, sino a una lectura pausada, atenta, hecha sin prisa y con sobra de tiempo para detenerse a reflexionar siem­pre que la ocasión lo requiera, es decir, a menudo. Y, por supuesto, una lectura hecha sin prejuicios, con la mente abier­ta y en disposición receptiva.

Es en ese capítulo donde se lee una afirmación de Jesús, hecha al parecer de pasada, pero que no obstante levantó en vilo a los fariseos, que en ocasiones se mostraban muy susceptibles. He aquí lo que se lee: «Decía, pues, Jesús a los ju­díos que habían creído en El: Si vosotros perseverareis en mi doctrina seréis ver­daderamente discípulos míos, y conoce­réis la verdad, y la verdad os hará libres» (Ioh 8, 31 y 32).

Esta última afirmación fue la que pro­vocó una airada reacción de parte de los oyentes, entablándose una discusión en­tre Jesús y los fariseos. El sentido pro­fundo de esta afirmación del Señor -«la verdad os hará libres»- lo explicó El mismo a lo largo de la discusión, y en términos generales, tal como se despren­de del contexto, se puede entender así: Dios creó al hombre libre; el hombre, inducido a error (pensó que podría ser igual a Dios) por el demonio, «mentiroso y padre de la mentira», cometió pecado, y en el mismo momento perdió su liber­tad, «porque el que comete pecado es es­clavo del pecado». Pero el esclavo no pue­de manumitirse a sí mismo: tiene que ser liberado por alguien con poder suficiente para hacerlo. Ese alguien es el Hijo -que es el camino, la verdad y la vida-: sólo El puede redimir al hombre de su pecado y volverle por la gracia al estado de li­bertad, rotas las ataduras con que el pecado le aprisionaba: «Si él Hijo os diese libertad, seréis realmente libres». Parece que hoy, efectivamente, este te­ma de la libertad está a flor de piel, si hemos de juzgar por el consumo que se hace de la palabra. Y las palabras del Se­ñor son muy sugerentes a este respecto. «La verdad os hará libres». ¿Y la men­tira? ¿Puede la mentira hacer libres a los hombres? Un hombre cuya idea de la libertad esté basada en una mentira y sea, por tanto, una idea falsa de la li­bertad, ¿puede considerarse que es real­mente libre?

Si hay que dar crédito a lo que se lee, hoy los jóvenes (o, al menos, una parte de ellos) no se sienten libres, sino apre­sados, más aún, exasperados por unas es­tructuras que ellos no han hecho, por una organización en la que ellos no han intervenido. Pero me parece que esto no sucede sólo con los jóvenes; algunos vie­jos (o, si lo preferís, podemos decir ma­yores) tampoco nos encontramos mucho más a gusto en feas y enormes ciudades de cemento y asfalto hechas, acomodadas sobre todo, para el tráfico rodado, llenas de humo, de ruido y de prisas, en una ci­vilización en que la técnica está aplastan­do al hombre y subordinándolo a sus fines. Uno se ve también asfixiado por re­glamentos, ordenanzas, expedientes, trá­mites, papeleo y burocracia. Se compren­de muy bien la evasión de una parte de la juventud que vuelve a una especie de nomadismo campestre: se ha salido de ese mundo hecho de reglamentos, con­vencionalismos petrificados y necesidades inútiles cada vez más numerosas. Pero aunque se sientan más libres, ¿lo son realmente? Ser libre ¿consiste simple­mente en la ausencia de todo lazo, de todo vínculo, que nos ligue a algo?

¿Qué es, en realidad, ser libre? Un hom­bre sin familia por 1a que trabajar, sin patria en la que hundir sus raíces, sin fe que le conforme, sin deberes que le obliguen, sin norma moral que le sujete, sin una verdad objetiva a la que atenerse, sin un amor al que entregarse, sin espe­ranza por la que luchar, sin Dios a quien amar, un hombre así, tan suelto de todo, ¿sería un hombre libre?

No. No lo sería. No sería ni siquiera un verdadero hombre. Sería apenas una es­pecie de cosa sin ninguna humanidad y, desde luego, si hubiera algún hombre en tales condiciones, su vida sería un ver­dadero infierno, un vacío tan espantoso que sólo un estado de inconsciencia po­dría hacer apenas soportable. Un hom­bre así sería lo más parecido a un animal, obligado por su misma vaciedad a asirse a las cosas más elementales para tener algún contacto con la realidad, evitando a todo trance adquirir conciencia de una vida sin contenido, sin finalidad y sin sen­tido.

La libertad no se define por la ausen­cia de todo vínculo, de toda ligadura. No es simplemente una palabra. Es una rea­lidad existente en un mundo de realida­des, de otras realidades de las que no puede prescindir, ni independizarse, por­que ellas también son, y ellas también cuentan. La libertad del hombre tiene un origen que la configura, un objeto al que aplicarse, una finalidad que le da sentido. Prescindir de tales elementos equivale a negarla o a destruirla. Y ser libre no es tampoco ser todopoderoso, hacer todo lo que uno quiere. Uno no puede, aunque quiera, hacer cuanto le pueda apetecer, pero no por eso deja de ser un hombre libre. Siendo, como es, el hombre un ser limitado, ¿cómo podría ser ilimitada la libertad? Por eso, toda limitación, cual­quier limitación, no tiene por qué ser un insulto a la libertad.

Por otra parte, libertad no equivale pro­piamente a independencia. El hombre es libre, pero no es independiente. Necesita de muchas cosas, de otras personas, para vivir, incluso para subsistir. Es un ser real hecho de una forma determinada, y no puede prescindir de ello a no ser que deje de ser hombre, y además hay otros hombres que también son libres y tienen derecho a que su libertad sea respetada. La convivencia implica siempre renun­cias. Lo malo de la palabra libertad es que es una palabra ambigua, al menos en cierto sentido. Si no hay una conformi­dad en el contenido y alcance del con­cepto, toda conversación queda en un diálogo entre sordos, y me temo que al hablar de libertad cada uno la entiende a su modo. Pero de todos estos modos, ¿cuál es el que de verdad responde a lo que auténticamente es la libertad?

Si ser libre no significa ser todopodero­so, ni tampoco independiente (en el sen­tido más radical), entonces ser libre es compatible con la limitación y la depen­dencia. Más aún: la limitación y la de­pendencia son connaturales al hombre por el mero hecho de serlo. Hay que ci­tar aquí, por lo que ilustran el sentido de esta característica, unas palabras de G. Thibon que expresan, un tanto figura­damente, un hecho real. «No podemos ser egoístas, tan sólo podemos ser presas. El avaro se ve devorado por el oro; el liber­tino por la mujer; el santo por Dios.

No está el problema en darnos o rehusar­nos, se trata tan sólo de saber a quién nos damos». Ahora bien: si todo hombre está vinculado a algo, o a alguien, la ca­lidad de la libertad depende de la calidad del vínculo que, al atarle, da la referencia de la elección que el hombre hace. Y ello es así porque la libertad se ejercita en la elección entre dos o más posibilidades por una de las cuales debe decidirse la voluntad, pues no puede estar en suspen­so indefinidamente. Pero no es la volun­tad, ni la libertad, la que conoce entre dos o más posibilidades, sino la razón. La razón es tan fundamental para que la libertad pueda darse que no hay libertad propiamente dicha sino en los seres ra­cionales. No se dice que un irracional, una planta o una piedra, sean seres libres, aunque un perro pueda ir a una parte u otra, o una planta crezca libre­mente. La elección supone ponderación, reflexión, consideración, valoración de las posibilidades entre las que elegir. Cuan­do no hay esto, cuando el pensamiento está ausente, entonces no hay libertad: se trata entonces de apetencia, capricho, instinto, arbitrariedad, impulso, algo que no es racional ni razonable, algo que no es del todo humano.

Y algo de esto es lo que hoy está ocurriendo. Saint Exupery ha sabido expre­sarlo muy bien al escribir en Ciudadela: « Porque se me ha revelado que el hom­bre es semejante en todo a la ciudadela. Destruye los muros para asegurarse la libertad, pero ya es sólo una fortaleza desmantelada y abierta a las estrellas. Entonces comienza la angustia de no ser». Abierta a las estrellas, pero también a cualesquiera vientos, sin abrigo; y tam­bién abierta al asalto de los enemigos, sin defensa. Hoy el hombre, y una parte de la juventud en concreto, ha destruido las murallas que le defendían y aseguraban su integridad frente a las fuerzas des­tructoras. Ha destruido los «mitos», ha terminado con los «tabús». Y en realidad lo que ha destruido, lo que ha aniquilado, es la verdad en nombre de la libertad, y para ser «libre» la ha sustituido por ilu­siones, sueños, optimistas visiones del por­venir, teorías tan brillantes como caren­tes de fundamento. ¿Con qué resultado?

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# 38 GSV - El sentido de la vida - Categoría: General

lunes, diciembre 18, 2006

Sobre el aburrimiento

Tomado de Arguments
[Hace poco, hablando con un psiquiatra experimentado, me comentaba que muchos pacientes acuden a verle por problemas relacionados con el aburrimiento y con la falta de un sentido profundo para sus vidas. Me acordé de Victor Frankl y de lo que él llama vacío existencial o frustración existencial; también lo llama otras veces complejo de vacuidad: es decir, cuando uno se deja dominar por un sentimiento de tristeza al pensar que su existencia esta discurriendo sin sentido; y además sin esperanza, al valorar que no hay nada que pueda llenar su vacio existencial.

Freud opinaba que en el momento en que alguien se preguntaba por el sentido y el valor de la vida es que estaba enfermo (?); Frankl piensa más bien —y lo mismo pensamos otros muchos, aunque no seamos psiquiatras— que, al plantearse esa pregunta, el hombre sólo demuestra una cosa: que es hombre auténtico, pues ningún animal se ha planteado jamás la pregunta sobre el sentido de su existencia. Es propio del hombre —dice Frankl— no sólo preguntarse por el sentido de la vida, sino también poner en duda que tal sentido exista. Nada por tanto que ver con estar enfermos por plantearse las preguntas fundamentales de la vida; más bien ocurre lo contrario, según dicen los psiquiatras: el vacio existencial puede generar diversas enfermedades mentales de gravedad e incluso no pocas veces al suicidio. No en vano, en el lenguaje ordinario, se suele hablar con razón de "un aburrimiento mortal".

Este problema se aprecia más en nuestros días, al disponer de más tiempo libre: pero —sigue diciendo Frankl— hay tiempo libre no sólo respecto de algo, sino también para algo; y el hombre existencialmente frustrado no sabe cómo o con qué llenar este tiempo. A veces, se crea una contraposición: por un lado está el tiempo dedicado al trabajo y a las obligaciones; por otro, los tiempos libres. Lo primero se soporta, y se vive como una esclavitud. En cambio, los tiempos de ocio son considerados como la verdadera vida, donde se espera la realización personal.

A veces se presenta con ocasión de la jubilación profesional normal o con mayor motivo si se trata de una jubilación forzosa anticipada ("neurosis de paro laboral"). Ese sentimiento de frustración se da si no se ha hecho una preparación adecuada para esa nueva situación de jubilación y no hay ninguna tarea que sustituya al anterior trabajo profesional: todos y siempre necesitamos un objetivo que cumplir en la vida, y tareas no faltan. Conozco a un médico que me decía que ahora, después de haberse jubilado, tiene casi más trabajo que antes, aunquue sea de otro tipo: se ha propuesto escribir varios libros, dedica bastante tiempo a visitar enfermos —conocidos, o que se encuentran solos en el hospital—, hace de abuelo-canguro, etc.

También se puede dar, y de hecho se da, una neurosis de fin de semana: es esa especie de depresión que acomete a bastantes personas que se hacen conscientes de su vacio existencial al llegar el fin de semana y no estar ocupados con el trabajo ordinario. Muchos "ejecutivos" tienen mucha "presión de agenda" durante la semana, sin apenas tiempo para respirar, ni mucho menos para dedicarse a sus familias; parece que el fin de semana será la solución, pero no es así, porque en muchos casos lo que se pone de manifiesto es que ese activismo laboral era una tapadera del vacio interior..., del aburrimiento vital que sale a flote cuando hay más sosiego exterior. Frankl de nuevo: Cuanto más desconoce el hombre el objetivo de su vida, más trepidante ritmo da a esa vida. Y así surge la necesidad de llenar el fin de semana de actividades que eviten el quedarse uno consigo mismo, con angustia de vacío.

De manera que intentamos llenar nuestros vacíos existenciales con “cosas”, con "actividades", que aunque producen algo de satisfacción, no resuelven el vacío: podemos intentar llenar nuestras vidas con placer, o podemos llenar nuestras vidas con más trabajo, o con la velocidad excesiva, o conduciendo con los ojos cerrados -como el protagonista aburrido de una reciente novela americana-, o con el "puenting" o con otros planes diversos que segreguen abundante adrenalina, etc.

Ante la creciente demanda, la industria ha reaccionado proponiendo nuevas ofertas (turismo, juego, deporte, espectáculos), a lo que hay que añadir las posibilidades inmensas y todavía apenas exploradas de la realidad virtual (videojuegos). Las medias de consumo de televisión oscilan entre tres y cinco horas diarias en los países industrializados. Además del efecto de irrealidad (acostumbrarse a vivir en un contexto irreal), todos los entretenimientos tienden necesariamente a un rendimiento decreciente y acaban cansando. Esto provoca la búsqueda de emociones más fuertes, especialmente entre los jóvenes y tiene también efectos negativos: aumento de "Kamikazes" y juegos de riesgo, evasión dura (nuevas drogas) y opciones radicales, que son más emocionantes que las normales. Frente a la oferta de evasiones, la vida cotidiana y normal puede parecer anodina y sin interés.

El aburrimiento, síntoma del vacío existencial, se ha convertido en la enfermedad colectiva de la cultura occidental, porque no tiene respuestas sobre el sentido de la libertad. Nunca ha existido, para tanta gente, un espacio tan amplio para el ejercicio de su libertad en el empleo concreto de su tiempo. Pero esto reclama criterios sobre el sentido de la libertad y la sociedad contemporánea no puede darlos porque no quiere tener una respuesta sobre el sentido de la vida humana. En cierto modo, piensa que, si una persona admite una respuesta a esa pregunta, se limitaría su libertad; pero la realidad es que lo que ocurre es que al eludir esa cuestión vital se entra en un círculo vicioso que conduce, como vemos, al vacio existencial y al ser para la nada...

En medio de una cultura de la abundancia, cada vez más preocupada por la salud y por el cultivo de lo corporal (ejercicio físico, deporte) para mantenerse en forma, prolongar la vida y conseguir un cuerpo bello, hay que recordar que el espíritu también necesita ejercicio para mantenerse sano. Sin ascética no hay virtud, y sin virtud, no hay libertad.

El amor entendido no como egoísmo sino como entrega, es la respuesta cristiana al sentido de la libertad. Es también la respuesta al malestar de la sociedad de consumo, al aburrimiento vital, que no sabe emplear las propias capacidades. La persona humana se realiza a través de su trabajo cuando lo entiende como un servicio a los demás; y se realiza en el ocio, cuando lo entiende como el descanso necesario y ocasión de dedicarse a la contemplación y a la relación con los demás. Y cuando le sobran capacidades o el aburrimiento amenaza, la propuesta cristiana no es la evasión, sino la entrega de esas energías a tantas tareas que lo merecen.

Dinámica diversión-aburrimiento, pero a un nivel existencial profundo. En los tira y afloja entre padres e hijos, cuando éstos comienzan a plantear la necesidad de volver a casa con el alba o a altas horas de la madrugada, si los padres se atreven a inquirir el porqué de semejante exigencia, el hijo o la hija, aburridos a causa de su repliegue sobre sí mismos, responderán de manera casi mecánica: porque «tengo derecho a divertirme". Y el padre o la madre apenas si encontrarán nada que oponer, porque quizás también ellos lo consideran como uno de sus derechos básicos, cuando no como meta principal de su vida.

El hombre contemporáneo teme por encima de todo quedarse a solas consigo mismo. "Por eso -dice un autor contemporáneo- cuando sale de la fábrica o de la Facultad o del despacho no busca sino algo que «hacer»: se hunde en la algarabía de un bar superpoblado, o de una discoteca, y un poco más tarde, al llegar a casa, se deja arrullar por el televisor… para acabar yéndose a dormir entre las ondas de la cadena radiofónica favorita. Incluso en el coche tiene miedo de quedarse demasiado solo y se apresura a encender la radio o echa mano del móvil. Y cuanto más vehemente el vacío, mayor la cantidad de ocupaciones en las que se refugia para no tener tiempo de pensar."


Enlaces de interés para ampliar sobre esta cuestión:



Para completar estas reflexiones, reproducimos a continuación un interesante artículo de Rafael Alvira, catedrático de Filosofía, que fue publicado en el nº 5 de la revista Humanitas

por Rafael Alvira

Hay un hecho notable. Las grandes desgracias de la historia, guerras, hambres, epidemias, no dejan ningún lugar al aburrimiento. En cualquier peligro que se esté, en cualquier agobio que se sufra, todas las energías están movilizadas para vencer la adversidad. Sin tener que preguntarse nada, cada uno conoce claramente el fin de su acción y la razón de su esfuerzo. El porvenir asedia al presente. En esa terrible urgencia casi se olvida que se vive, de tanto vivir ardientemente.

Aparece así que vivir no llega a ser problema más que cuando ya no es problemático vivir. Sólo cuando se está liberado de las necesidades de la vida uno se descubre dominado por lo que la vida tiene de contingente: entonces aparece el aburrimiento. ¿Qué hacer de la vida, cuando el vivir ya no depende más que de uno mismo?

Es Nicolás Grimaldi el que nos ayuda a encuadrar con estas palabras las consideraciones que quiero presentar a continuación. Un poco más adelante, en su trabajo titulado “Ennui et modernicé” (“Cahiers de la société ligérienne de Philosophie”, Tours, 1978, pp. 42-43), nos dice que “en su Histoire de France, Michelet sitúa hacia finales del siglo XV el primer ataque de aburrimiento, y que todas las biografías de los duques de Borgoña nos muestran cómo rompen imprevisiblemente sus placeres y sus reuniones para recluirse extrañamente en la melancolía”.

Y todavía añade que, unos siglos después, ya en el XIX, “a pesar de la cautivante exhortación del señor Guizot (Primer Ministro) a enriquecerse, de todas partes iba a elevarse hacia (el rey) Luis-Felipe (de Orleáns) una insistente y punzante voz que, finalmente, acabaría por destronarle: Sire, la France s'ennuie. “Señor, Francia se aburre” (p. 45).

Estas pinceladas dibujan, incipiente pero clara y profundamente, algunos de los rasgos característicos de una enfermedad que es tanto más seria cuanto que no lo parece: el aburrimiento.

Cuando en la vida ya no hay problemas, es la vida misma la que se convierte en problema: ¿Qué hacer hoy? Tenemos, está a nuestra disposición, algo decisivo -el tiempo- que no queremos o no sabemos usar. Ahora bien, como el tiempo pasa, de hecho, no usarlo es un dispendio, una forma de “exceso” existencial. Por eso, tradicionalmente el aburrimiento se considera enfermedad de rico. Es Montesquieu el que nos lo dice: “Todos los príncipes se aburren: prueba de ello, es que se van a la caza”. Y Rousseau, en el Emilio, apostrofa: “El pueblo no se aburre: conduce una vida activa”. Por el contrario, “el gran azote de los ricos es el aburrimiento. En medio de muchas costosas diversiones, rodeados de tanta gente que se ocupa de hacerles la vida agradable, se aburren hasta la muerte”. (Emile, ou de I'éducation, IV libre, p. 438, ed. Richard).

Pero no es sólo el crecimiento de la riqueza el causante del problema. Los antiguos griegos conocían bien la “anía”, los latinos el “taedium”, y también los medievales desarrollaron una cuidadosa y profunda teoría acerca de él. Con todo, el aburrimiento es un fenómeno -como bien nos muestra Grimaldi- que se agudiza en los últimos siglos. Y, a mi juicio, la explicación está en que, en ellos, no sólo aumenta la riqueza, sino que, con el crecer de ella y de la instrucción, se disparan las posibilidades, los mundos posibles e imaginarios, pero no se desarrolla al mismo tiempo el arte supremo y más sencillo -es decir, más difícil- del espíritu, a saber, el diálogo.

Que precisamente la gente más instruida, ya que no educada, es la más capaz de aburrirse lo vio bien Nietzsche: “Los animales más finos y más activos son los primeros capaces de aburrimiento”, apunta. Y ello porque están más despiertos para lanzarse a muchos mundos posibles que buscamos poseer pero que, una vez alcanzados, nos decepcionan.


Antes, A. Schopenhauer había repetido, en los Parerga y Paralipomena, el aforismo antiguo romano: “al pueblo, pan y circo”: El pan simboliza el objeto de los deseos de la gente. Una vez alcanzados, hay que darles el circo para que no se aburran. ¿Son la televisión o las discotecas el circo? En cualquier caso, lo que sugiere Nietzsche es que el aburrimiento popular es trivial y, por ello -así hubiera dicho Kierkegaard-, más grave, más difícil de curar. Algo parecido sucede con el aburrimiento juvenil: no es agudo, y a veces se sabe esconder bien, con la diversión y la actividad trepidante. Pero es tanto más serio cuanto menos se toma en serio.

La tesis que voy a sostener brevemente acerca del problema que nos ocupa -es ya el momento de decirlo- se expresa en el título de este escrito: el aburrimiento es una muerte social, y su causa una insuficiencia filosófica.

Generalmente se suele decir que se trata de una cierta muerte personal, una tristeza o tedio, pero espero mostrar que aquí se ve muy bien la verdad de la idea según la cual el hombre es un ser social, de manera que su muerte en cuanto persona (y no física) es idéntica con la muerte de la sociedad. Y la persona, en cuanto persona, muere de hecho exactamente por lo mismo que muere la sociedad: por la desaparición del diálogo.

Ahora bien, el diálogo -como bien ha visto, por ejemplo, M. Heidegger- no es lo mismo que el parloteo o la verborrea. Dialogar -como ya he señalado- es un arte muy difícil, por su sencillez: su realización es el ejercicio mismo de la filosofía. Por eso, lo que quiero decir aquí se puede expresar también de la siguiente manera: alguien se aburre porque su filosofía se encuentra bajo mínimos.

Muchos responderán, en este momento, que es más bien por culpa de la filosofía por lo que nos aburrimos. Pero no, aquí la filosofía podría bien decir, como la vieja canción, “yo no soy esa que tú te imaginas”, o que te han hecho creer que soy.


El que se aburre es alguien que rechaza, es decir, un crítico en un cierto sentido de esta palabra. Aburrirse significa no aceptar: abhorrere, aborrecer, o, en otras lenguas, in-odiare (ennui, noia, annoyance). Aburrirse es, así, no interesarse, no practicar el inter-esse, no estar metido dentro. Inicialmente, pues, y ese era el sentido clásico, el aburrimiento iba dirigido hacia fuera, a objetos, a personas. El problema está en que, tanto más los rechazamos, tanto más nos quedamos solos, con nosotros mismos, solos con nuestra propia vida. Pero hay dos soledades: la activa y la pasiva. La primera es sólo aparente: me separo momentáneamente para ponderar y calibrar aquello en lo que estoy interesado, aquello que me gusta. La segunda es la propia del aburrido y muestra un rasgo muy característico -aunque no aparente- de él, a saber, la debilidad. El aburrimiento es una forma de debilidad, como la melancolía romántica, que se diferencia de él sólo en que esta última pone en juego la imaginación. La imaginación del pasado -nostálgica- o la de un futuro que no es dibujo de un proyecto práctico, son muestras de huida de la dureza de lo real. Pero, ¿hacia dónde huir, entonces? No queda más que un sitio: hacia mí mismo.

Aparece así el yo particular, en el romanticismo en forma de tragedia interior, y en el aburrimiento en forma de percepción pura del tiempo. El aburrido es el que percibe el pasar del tiempo, en cuanto tal, como un vacío. Es la experiencia pura del tiempo, un tiempo que carece de cualidad, de color, sonido y sabor. Salta a la vista, pues, que lo que une al romántico y al aburrido -en sus diferentes modos de ser- es la inquietante presencia interior de la negación, del vacío, de la nada. Se trata de una estrechez o angostura -angustia- propia de la falta de recursos. Uno de los primeros que la tematizó en la Europa moderna fue Pascal, como es sabido. Pascal define el aburrimiento como “vivencia de la nada del ser”, y dice -no muy bien, a mi juicio- que pertenece a “la condition de I'homme”.


Después de él -y quizá más a fondo que él- ha sido Kierkegaard el autor que más brillantemente ha profundizado en esta idea. Lo aburrido es lo vacío y carente de contenido, dice en El concepto de ironía (XIII, 386, La ironía según Fichte, final), y “una continuidad en la nada”. Es “una eternidad sin contenido, una felicidad sin gusto, una profundidad superficial, un hartazgo hambriento...”.

Si al rechazar lo otro no me encuentro a mí mismo, sino que me encuentro con el vacío, eso quiere decir que para encontrarme a mí mismo tengo que hacer justamente lo contrario: aceptar lo otro, o el otro, interesarme, tomarme en serio lo otro. Pero, para poder hacerlo debo llevar a cabo un trabajo, un verdadero trabajo, muy sencillo, o sea, muy difícil: cambiar el lugar de la negación. Si antes negaba, rechazaba, lo de fuera, ponía la negación más fuera (“me hastía todo”), ejercitando así el espíritu crítico en su forma más común, ahora he de poner la negación dentro, he de negarme a mí mismo, pues esa es la condición imprescindible para aceptar al otro. En la medida en que esa negación se suele llamar humildad, es también la causa de la maduración, de la madurez. El perpetuo crítico es -como es bien sabido- el perpetuo inmaduro.

Sólo si te vacías interiormente lo otro se destaca en su ser, en su existir ante ti. Aquí entramos en el punto más difícil. ¿Por qué nos aburrimos? Porque deseamos algo que pudiera llenar nuestras aspiraciones, nos diera la paz, el entretenimiento, la aventura feliz y perpetua, y todo ello en plenitud y sin esfuerzo. Pero, de antemano sabemos -en el fondo de nuestro corazón- que eso no es posible. Entonces nos dejamos caer, nos deprimimos, nos ponemos melancólicos, nos aburrimos. Ante este problema, ante la cantidad de veces que el deseo nos muestra su engaño o su futilidad, muchos han pensado que la culpa del aburrimiento es precisamente el deseo, y que, por ello, tendríamos que suprimirlo. Así, el budismo Zen o Schopenhauer.

Pero no me parece correcto. Es otra forma de cobardía. La valentía está en aprender a desear correctamente. Querer lo que podemos desear y desear lo que podemos querer.


Para saber qué y cómo debemos desear, no tenemos que suprimir el deseo, sino suspenderlo momentáneamente. Se trata de una tarea que requiere esfuerzo y valentía, porque al principio yo soy mis deseos, mi yo está aparentemente identificado con ellos. (“Quiero esto o lo otro”). Pero debo olvidar ese yo para que el otro se destaque ante mí, no como me lo imagino, sino como es. En nuestros días, ha sido Robert Spaemann (en Glück und Wohlwollen) quizá el que mejor lo ha dicho: sólo si pensamos que el otro es un cierto absoluto, una cierta realidad exístencial podemos tomarnos en serio la relación con él.


Es decir: podemos y debemos ironizar sobre los sucesos de este mundo, y también sobre nuestros deseos, pero no podemos ironizar sobre la persona, ni mía ni del otro.


Ahora bien, ¿qué significa aceptar a otro como absoluto y, sin embargo, relacionarme con él? Significa dialogar.

Vemos así que el diálogo tiene su origen en el esfuerzo de autonegación y en el esfuerzo de dejarse maravillar por la realidad del otro ser. Es verdad que “en la variedad está el gusto”, pero eso es sólo una parte de la verdad. La parte accidental. El mayor gusto se obtiene en la constancia, en la repetición, por el fruto que ella trae.


En un texto que Christoph Kuffner, autor vienés, escribe para Beethoven, y que éste colocó en su maravillosa Fantasía coral (op. 80), se lee: “Wenn sich Lieb’ und Kraft vermählen, lohnt dem Menschen Götter-Gunst”, es decir, “Cuando se unen el amor y la fuerza, el favor divino recompensa al hombre”.

El amor y la fuerza dan lugar a la palabra en el diálogo: tengo algo que decir, porque me he vencido -la fuerza de negarme y me he llenado de lo otro o del otro, que me entusiasma. Así, puedo responder. Ese responder es un activo dar a luz en la verdad. Es una novedad, una ocurrencia, pero no caprichosa, sino originada por el encuentro con lo real, con el ser del otro. En cuanto a la filosofía es el ejercicio del espíritu que me entrena para ver el ser, lo real, la filosofía es el instrumento universal básico para el diálogo, es decir, para la existencia de la sociedad, o sea, de la persona.

El ordenador es el instrumento universal básico para la información, o sea, para el poder, pues la información es poder. Pero la filosofía lo es para la sociedad, es decir, para la humanidad, para que el hombre sea hombre.

Vemos, pues, que no hay interioridad real sin el descubrimiento de la exterioridad real y su aceptación. El melancólico y el aburrido toman la pura apariencia, no se atreven con el peso de lo real, porque tienen mucho sentimiento, pero les falta amor.
Según el famoso dicho de San Juan apóstol, en el amor no hay temor. Y tampoco hay soledad. Si bien es cierto que la unión completa no es posible en este mundo, son el diálogo y la esperanza los que convierten definitivamente el regalo, el don, en algo verdadero y, aunque no pueden quitar todo encerramiento accidental, apartan, sin embargo, toda soledad esencial.

Así, y para terminar, vemos que dejar de lado el aburrimiento significa abandonar todas esas secuelas suyas tan típicas y tan magistralmente descritas por Tomás de Aquino: evagatio mentis, verbositas, curiositas (afán inmoderado de novedades), importunitas (dispersión), inquietudo, instabilitas loci vel propositi.

Además, el torpor, o embotada indiferencia ante lo grande, la pusillanimitas, o espíritu pequeño, la maldad o la desesperación. En realidad, el aburrimiento es una desesperación encubierta.


Para no aburrirse, en suma, hay que seguir los tres pasos adecuados de toda vida, sea profesional, deportiva, familiar, religiosa, etc. Antes de nada, hay un primer deseo que despierta nuestra atención. Pero enseguida vemos que lo deseado no nos llena, que su apariencia era engañosa en parte. Si por debilidad, debida a la excesiva juventud o al descuido -el descuido nos hace dejar de lado el entrenamiento que fortalece-, abandonamos el interés por lo deseado -ya que nos frustró-, caemos primero en el aburrimiento, y luego en la desesperación quizá.

Pero si, tras el primer deseo, ponemos la constancia, entonces realizamos el segundo momento: la studiositas. El esfuerzo del estudio, que -como el origen latino de la palabra indica- significa mirar algo con amor.

El que tiene deseo y añade estudio, el que tiene buena disposición y con esfuerzo adquiere escuela, oficio, ese está en condiciones de recibir el favor divino, de llegar al tercer momento: descubre infinitas novedades -tras pasar por la autonegación del estudio- en aquello que primero sólo era el brillo fugaz de un deseo inicial.

Consigue así, gracias a una filosofía verdadera, es decir, que se demuestra en la vida, y que es, por tanto, también práctica -filosofía práctica-, un diálogo, que le da la alegría permanente. No superamos de verdad el aburrimiento por la excitación de la guerra -que es una pseudofiesta-, ni por el frenesí -con eso sólo conseguimos un mal olvido-, sino por la verdadera fiesta del espíritu: estar con Dios, los hombres y la creación entera.




# 37 CUL - El sentido de la vida - Categoría: Naturaleza o cultura

jueves, diciembre 07, 2006

¿A qué viene tanto miedo?

Thomas es un irlandés afincando desde hace años en la Isla de Tenerife. Evoca la figura de su hija con palabras inolvidables y nos deja un testimonio palpitante, lleno de hondura y viveza.

En los primeros tres minutos del testimonio Thomas, con gran sencillez, pone en cuestión la idea común de que cada uno es dueño absoluto de su propia vida.







# 36 TES - El sentido de la vida - Categoría: Testimonio

domingo, diciembre 03, 2006

¿Pánico ante la nada? ¿Vacío existencial?

Me parece que Sheed ofrece una pista para resolver la inquietud ante la nada. Me gusta especialmente porque ayuda a comprender lo que hay en el fondo del nihilismo. Podría ser interesante leer antes la entrada sobre Jacobi y la experiencia nihilista . Me parece que son como las dos caras de la misma moneda, dos modos de resolver un mismo problema.

Por F. Sheed

“Puedo recordar con gran claridad el momento en que yo mismo, por primera vez, oí decir que Dios me hizo a mí y a todas las cosas de la nada. Supe esto, como cualquier católico, desde mi niñez, pero jamás lo entendí perfectamente. Lo he dicho millones de veces, pero nunca he comprendido lo que decía. Hay algo que desconcierta cuando nos damos cuenta, súbitamente, de esta verdad. Hay verdades religiosas más abrumadoras sin comparación, es sí mismas y cuyo pleno conocimiento puede suspender el latir de nuestro corazón; sin embargo, esta verdad va a la propia esencia de lo que somos y entra en ella casi con un efecto aniquilador. En verdad es una especie de aniquilación. Dios, al hacernos, no empleó materia alguna, fuimos hechos de la nada. Al menos la suficiencia personal queda aniquilada y, con ella, todos los procedimientos inventados por la quimera de nuestra propia suficiencia. El primer efecto, al darse cuenta de que uno está hecho de nada, es una cierta clase de pánico histérico de inseguridad. Uno mira en torno suyo para encontrar algo más estable donde agarrarse, y en este nivel ninguno de los seres de nuestra experiencia es algo más estable que nosotros, porque en el origen de todos ellos está la misma verdad: todos están hechos de nada; pero el pánico y la inseguridad son meramente instintivos y transitorios. Ha sido aniquilado un hábito mental, pero, por lo menos, resulta expedito el camino hacia un hábito mental más lúcido, intelectualmente hablando. Pues aunque hemos sido hechos de la nada, hemos sido hechos algo, y como para nosotros no cuenta aquello de que hemos sido hechos, nos vemos obligados a concentrarnos más intensamente en Dios, por quien hemos sido hechos.

Lo que se deduce es muy sencillo, aunque revolucionario. Si un carpintero hace una silla, puede dejarla, y la silla no cesará de existir.

El constructor de una silla la dejó, pero la silla cuenta todavía, para continuar en su existencia, con el material que el carpintero usó, la madera. De modo semejante si el Hacedor del universo lo abandonara, el universo debería también, para continuar existiendo, fiarse del material que aquél empleó: nada. En resumen, el hecho de que Dios no emplease material alguno al hacernos implica la verdad, insuficientemente comprendida, de que Dios continúa, sosteniéndonos en el ser y, si Él no siguiera haciéndolo así, cesaríamos simplemente de existir”



# 35 GSV - El sentido de la vida - Categoría: General